Mi lado Jekyll es un desastre amoroso. Va por la vida a su
bola, con las antenas plegadas, o se las deja en casa. A no ser que las señales
que le lancen sean como una sirena de bomberos, no se entera de nada. Y cuando
por fin se da por aludida en vez de oír el estruendo, ella oye el sonido tan
bajito, tan bajito que se pregunta: ¿eso va por mí? Sí, nena, a ver si te
enteras de una maldita vez. No consigo que cambie.
Un poco antes de las vacaciones de verano íbamos en el tren
camino del trabajo. Como siempre vamos más o menos a la misma hora, tenemos
muchos habituales. Uno de ellos, Diego, se sube dos paradas después que
nosotras. No sé cuánto tiempo hace que coincidimos con él. Miss Jekyll se fijó
en que tiene un e-reader igualito al suyo hace unos dos años y lo fichó.
Después se fijó en que el tío está bastante potente (muy, muy potente), que lleva la comida al curro, que sus camisas siempre van
planchadas como recién compradas y que a veces lo acompaña una bolsa de deporte
(por eso está tan cachas). Ese día de julio le ayudé a desplegar las antenas.
Al bajar en Nuevos Ministerios nos pusimos detrás de Diego. Yo lo rocé
ligeramente, él se puso de perfil para echarle una miradita a mi amiga, que se
dio cuenta pero no quiso reconocerlo, y lo miró así como quien no quiere la
cosa.