Dos días para las vacaciones. No tengo mucho lío y me aburro
un poco, pero tampoco soy capaz de terminar el libro que empecé para leer en el
rato de descanso.
Muerte en Venecia,
un tostón, con todos mis respetos al señor Mann. He de reconocer que tiene un
par de párrafos que hacen que leerlo merezca la pena aunque el resto sea
infumable. Uno de ellos está ahora pegado a mi cpu. No me hace falta leerlo,
simplemente lo miro, sé lo que dice, me recuerda que no debo cometer el mismo
error dos veces. Y no, por dios, no se trata de enamorarme de un niño, eso es
asunto del
señor Aschenbach. Lo mío es tan fácil de resolver como actuar en lugar de no
hacer nada.
Dos días. He cogido una nueva costumbre: hacer algo de
relajación (meditación me queda demasiado grande) a media tarde. Pero Sandra
también ha cogido una nueva costumbre: quedarse después de su hora. Y son
incompatibles. Qué curioso, ¿no? Que tenga que quedarse pero por las mañanas no
pare de darme el coñazo. Esa es una vieja costumbre que ha recuperado. Como Ana
ya no está en el mismo despacho que nosotras, me utiliza de amiga, de paño de
lágrimas, de terapeuta, de consejera. Espero que no me pregunte si tiene que ir
al baño o no porque lo va a pasar muy mal. ¡Por fin se va! Ah, no, está haciendo
el tiempo… qué triste no querer salir del trabajo porque tu destino es
una mierda de familia.